miércoles, mayo 09, 2007

Ley del Trabajo

El problema del proyecto de ley del trabajo es que protege a los trabajadores. Antaño nadie hubiera discutido que esa fuera la función de la ley: equilibrar hasta donde se puede las relaciones capital-trabajo que son esencialmente desiguales, garantizando derechos y defensas contra el abuso del que contrata sobre el que es contratado.

Pero ahora, el nuevo sentido común imperante indica que siendo que quienes tienen un empleo protegible son una minoría, toda intervención del Estado siempre producirá el efecto de que los empleadores no contratarán trabajadores nuevos, dejando a la mayoría sin oportunidad de emplearse.

Esto lo afirman abogados que se dicen laboralistas y que son al mismo tiempo asesores de las grandes empresas; lo repiten ex ministros de la dictadura que fueron promotores de las políticas de desprotección (flexibilización) de la década de los 90, y lo recogen políticos de estos días que están haciendo méritos como aprendices de globalización y periodistas siempre dispuestos al poder.

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El principio de que los derechos laborales son adversarios del empleo, ha sido establecido en el mismo momento en que se aplicaban políticas económicas con fuerte impacto negativo en el mundo del trabajo: achicamiento del Estado, privatización de empresas y servicios públicos con intensas racionalizaciones de personal, eliminación del mercado de actividades económicas vía apertura comercial (sustitución de producción local por importaciones), fusión o absorción de empresas, crisis de la pequeña empresa y la agricultura, etc., y se introducía una normatividad de flexibilización que favorecía el despido de trabajadores y su recontratación en modalidades más precarias: temporalidad, servicios no personales, subcontrata, services, empleo juvenil, etc.

Formalmente las primeras eran medidas necesarias para ajustar la economía y las segundas maneras de evitar que las rigideces del mercado frenaran la recontratación. El efecto real de todo esto fue, sin embargo, que el nivel de empleo general descendió, no se produjo una tendencia hacia la formalización y los salarios cayeron verticalmente, de manera coincidente con el ascenso de las utilidades. Nunca se probó la eficacia del principio de bajar derechos para dar empleo a esa mayoría de desempleados y subempleados a la que tanto había contribuido la política macro, pero sí se logró el efecto de concentrar el ingreso que nunca fue un objetivo reconocido.

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En los 90 estaba claro que a uno le recortaban la remuneración real, lo tenían a la puerta del despido, le incrementaban las horas de trabajo, no le pagaban las horas extras, carecía de vacaciones, le licuaban las jubilaciones, etc., y todo era por nuestro bien, porque después de todo éramos privilegiados que teníamos trabajo. Esta filosofía ha sobrevivido hasta nuestros días. Hasta el punto que hemos transitado por dos campañas electorales presidenciales, en las que sendos ganadores ofrecieron restituir los derechos conculcados cuando llegaran al poder para luego traicionar sus promesas.

La interminable negociación de las comisiones del Congreso y de las tripartitas impulsadas a nivel del ministerio de Trabajo, y las profundas contradicciones de las autoridades de la etapa democrática, son una evidencia nítida de los poderosos intereses que están en juego en el asunto. Cada gobierno empezaba convencido que había que “equilibrar” las posiciones de los patrones y trabajadores, que obviamente estaban muy desequilibradas. Pero de este punto de partida se iba pasando a la tesis de que la representación de los trabajadores no estaba “flexibilizando” lo suficiente para entenderse, como si el propósito fuese lograr un intercambio de flexibilidades y no la restitución de un estándar mínimo de derechos. Finalmente todo terminaba entrampado en el mismo punto donde está ahora: no hay acuerdo sobre el “derecho” al despido arbitrario de las empresas y sobre la obligación de reponer en su puesto al trabajador injustamente despedido.

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¿Por qué es tan crucial el tema del “despido arbitrario”? Claramente porque de él se desprende el carácter de la relación laboral. Si se puede echar al trabajador sin expresión de causa en un mercado en el que no hay fácil recolocación, se hace posible hacer aceptar cualquiera otra vulneración de derechos, incluido el de sindicalización, bajo riesgo de que a la menor protesta uno termina en la calle.

Esto no necesita ni decirse.

Numerosas inspecciones de trabajo han comprobado que muchos trabajadores se resisten a revelar sus verdaderos horarios de trabajo, el incumplimiento del pago de horas extras, el desconocimiento de las licencias por maternidad y lactancia, etc., porque saben que una vez que queden a solas con el empleador pueden ser despedidos.

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Para graficar de que manera las estabilidades y protecciones contra el despido pueden ser negativas, el ex ministro fujimorista, Jorge González Izquierdo, pone el siguiente ejemplo: después de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos algunas actividades económicas parecieron quedar heridas de muerte, como la aviación comercial.

Entonces se procedió a reducir sus costos a través de grandes olas de despido, que salvaron a las compañías y les permitieron recontratar personal algunos años después. ¿Qué hubiera pasado si el empleo estuviese protegido como se quiere en el proyecto de ley?, pregunta Gonzáles.

Pero no se da cuenta que su propio ejemplo lo delata, ya que lo que está sustentando es que las condiciones propias de una catástrofe de magnitud sean convertidas en permanentes. Todos los días son 11 de septiembre, según esta teoría.

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Los gremios empresariales admiten que es en la cuestión de la estabilidad o libre despido, donde se atracan todas las negociaciones sobre la ley de trabajo. Para salvar el impasse el presidente de la comisión del Congreso ha inventado una fórmula según la cual será el juez y no el trabajador, quién decidirá si habrá reposición o indemnización en caso se califique como injustificado un caso de despido.

Esta es la típica situación de quererse poner entre las dos partes. Y es tan débil el sustento de la idea que el propio Aldo Estrada está ofreciendo “flexibilizar” aún más su propuesta ante el pleno. O sea que la perspectiva es que caerá el mecanismo judicial sacado de la manga, y probablemente volveremos a lo que estábamos, al sistema según el cual el empleador puede echar al trabajador y convertir su eliminación en un asunto de cuánto cuesta sacárselo de encima.

Lo que obviamente no va a ser aceptado por los sindicatos y la de nunca acabar.

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Cuando el presidente de la república viaja a Estados Unidos entrevistarse con los congresistas demócratas lleva el mensaje de que en el Perú hay un amplio respeto de los derechos laborales, por lo que no habría razón en las observaciones planteadas en ese punto para la aprobación del TLC en el Congreso gringo. Esta posición se exhibe con la mayor caradura, a pesar de que quién hoy gobierna el país hizo campaña por un crecimiento económico con derechos, que era una obvia denuncia al tipo de crecimiento que se había impulsado bajo el anterior gobierno.

Sin embargo, sin haber hecho cambio alguno, y en medio del enredo de la negociación de la ley general de trabajo en los términos que hemos señalado, el gobierno Alan García aparece de pronto convertido en Toledo, asumiendo que el Perú no tiene nada que mejorar en asuntos laborales, porque para eso ya están firmados decenas de convenios de la OIT (muchos más que Estados Unidos), aunque no se cumplan y las normas internas los contradigan flagrantemente.

Esta posición que se presenta como “pragmática”, lleva un contenido básico: el Estado está representando los intereses empresariales que están dentro del TLC, y si es para eso no interesa mentir sobre lo que pasa en la realidad peruana (como si en Washington no estuvieran al tanto de los debates nacionales y las diferentes posiciones en juego). De aquí además que hayan tenido la pretensión de prohibir que otros puntos de vista se presenten ante los demócratas norteamericanos.

Si fuera el candidato García el que estuviera gobernando hubiera respondido seguramente a Levin o a Rangel, que justamente había un completo acuerdo en modificar el TLC de Toledo y Bush, para incorporar los derechos laborales, como había sido dicho en la campaña. Pero el presidente García es otra persona, que más bien observa el TLC como lo hacía PPK, Blume, Lermor y otros, como un reaseguro de que las leyes antilaborales quedarán tal cual y que querer cambiarlas en el futuro equivaldrá a tratar de salirse de lo pactado.

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En el Perú de los 90, los objetivos del régimen a través de las modificaciones de la legislación del trabajo eran los siguientes:

Abaratar el factor empleo dentro de los costos de las empresa que estaban siendo empujadas a salir al mercado internacional, debido a las debilidades del interno, exhausto bajo los efectos del largo ajuste;

Eliminar a la clase trabajadora como actor organizado dentro de las empresas (quebrar los sindicatos) y a nivel nacional (dispersarla en múltiples modalidades de contratación, rompiendo lo mecanismos de identidad y solidaridad);

Estos propósitos se aplicaron sin miramientos y constituyeron una derrota profunda de las organizaciones laborales, aspecto clave en la fundación del actual Estado neoliberal, cristalizado en la Constitución de 1993.

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El sueño capitalista peruano ha sido no aproximar a los más desprotegidos a los niveles de protección estándar, sino seguir el camino inverso de ir quitando protecciones en nombre de los que no las tienen.

Y no se diga que eso ocurre porque las empresas pequeñas (el gran universo de PYMES) no pueden contratar en condiciones de mínimos estándares laborales porque carecerían de capital para hacerlo. Estas empresas tienen una ley especial que minimiza derechos laborales y por lo que se ha visto tampoco ha hecho impacto en contrataciones masivas y formalización.

La reciente huelga minera ha desenmascarado la situación en el sector de punta, donde las utilidades anuales están bordeando el 80%. Y puede revisarse lo que pasa en la exitosa agroexportación peruana donde algunas formas de trabajo son del siglo XIX: enganche de trabajadores por terceros que se cobran el servicio con uno o dos jornales semanales del enganchado; ausencia de contrato de trabajo; despido de las mujeres embarazadas; cero sindicalización; etc.

También en las confecciones textiles para la exportación, donde una sola empresa sobre cerca de cincuenta, tiene sindicato reconocido (San Sebastián), y le están haciendo la vida imposible, mientras las condiciones en la que están el conjunto de los trabajadores de este sub-sector (en su mayoría mujeres) son tremendamente negativas: bajos salarios, jornadas alargadas sin pagos adicionales, hacinamiento, etc., a pesar del auge de las exportaciones de estos productos.

Algo por el estilo puede decirse de los servicios: bancos, eléctricas, Telefónica, etc.

Tal vez pensaríamos diferente si fuera que todos los que están teniendo éxitos dieran el ejemplo empezando a introducir un sistema laboral que se aproxime al de los países donde están instaladas las matrices de las empresas transnacionales o a los famosos rangos de los convenios de la OIT.

Pero eso no ocurre. Los que más se oponen a una justa ley de trabajo son los de los gremios que representan a la gran empresa.

¿Por qué será?


09.05.07

www.rwiener.blogspot.com

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