domingo, marzo 02, 2014

Gabo y MVLL juntos en Lima

El año 1967 yo era estudiante del primer año de ingeniería civil de la UNI.

Quizás sea irse muy lejos, intentar explicar cómo llegué allí. Pero puedo decir que en los dos años que permanecí en esa universidad me era difícil encontrar compañeros que compartieran las inquietudes literarias y culturales con las que venía de la escuela.

En los últimos años de la secundaria había sido un devorador de novelas y llegaba a la universidad impactado por mis lecturas de Vargas Llosa, Ribeyro, Alegría, Congrains y otros.

Alguna vez mi padre me había preguntado qué era lo que veía en la izquierda y de manera impulsiva había dicho que los más importantes escritores eran socialistas, como si fuera una razón.

Pero en la UNI había otro tipo de izquierdización, efervescente, radicalona, numérica e iletrada. Por lo menos así la sentía. Tuve sin embargo la suerte de conocerme con Willy Zamalloa, otro desubicado como yo, que asistía a los cineclubs de fin de semana y tenía un record de lectura superior al mío y que me introdujo a Rulfo, Cortazar, Arguedas, y con el que pasaba horas conversando de los temas que nos eran propios.

Tal vez esta introducción sirva para que se entienda el impacto que causó en nosotros encontrarnos con un letrero mientras caminábamos dentro de la universidad, que invitaba a asistir a una conversación entre los escritores Mario Vargas Llosa, peruano, autor de “La casa verde”, “La Ciudad y los perros” y “Los Jefes”, y Gabriel García Márquez, colombiano, autor de “El Coronel no tiene quien le escriba” y “Los funerales de la Mamá grande”, que tendría lugar el 5 de septiembre, en el auditorio de la facultad de arquitectura.

Las noticias que Willy tenía del colombiano eran escasas y sólo había leído el libro de “El coronel…”. Yo estaba todavía más atrás. Si había sabido algo de él, no me acordaba. Pero que Vargas Llosa, que por entonces no sólo era un escritor que empezaba una carrera de éxito y que parecía inspirarnos a todos, sino que además era un revolucionario convencido, gran amigo de la revolución cubana, acudiera a nuestra casa de estudios, me parecía suficiente acontecimiento.  

Aunque pensásemos que la conversación no desataría tanto interés en un escenario como la UNI, nos precavimos y fuimos temprano a la cita. Pero apenas si pudimos ingresar y quedarnos al fondo de un auditorio en el que cabían una 200 personas sentadas y había un poco más de ese número de pie, pegadas a las paredes y en los pasillos. Afuera se quedaron un montón de asistentes que simplemente llegaron a la hora. Fue un verdadero boom de participación. Mis prejuicios con la universidad a la que tanto me costaba adaptarme, habían caído por los suelos.

Conversación en la universidad


Seguramente no  me equivoco si digo que la enorme mayoría estaba allí por el nombre de nuestro escritor y quizás por curiosidad hacia el otro conversador del que todavía había pocas noticias. Pero la noticia sería otra ese día. No sólo por el lleno total, sino por lo que representó este diálogo, casi monólogo, para la historia y que quedó grabado en varias publicaciones que se hicieron sobre su contenido. Al frente de nosotros estaba Mario Vargas Llosa con terno, bien peinado, haciendo las presentaciones y las preguntas, que resultaron breves y directas como si quisiera darle toda la oportunidad de lucimiento a su acompañante. A su lado estaba un colombiano caribeño, con una camisa de manga corta floreada en amarillo y negro, el pelo desordenado, un pantalón blanco y sandalias, en pleno final de invierno limeño.

Pero su extravagancia mayor no estaba en su ropa ni en sus risotadas estruendosas, o en su desborde de palabras en cada una de sus intervenciones, sino en el relato que había traído para nosotros. Prácticamente toda la conversación giró en el relato acerca de cómo se concibió y escribió el libro que Gabo acababa de publicar en Colombia y que llevaba por título “Cien años de soledad”. Vargas Llosa daba la impresión de estar extasiado con la obra. Y los que éramos el público nos íbamos enamorando poco a poco del coronel Buendía, Úrsula Iguarán, Remedios la Bella y muchos otros personajes, aún sin haber tenido el libro en las manos.

Lo real maravilloso emergía de García Márquez como si él también fuera parte de la capacidad de nuestros pueblos para crear cosas fantásticas. Yo estaba seguro que estaría entre los primero compradores del libro cuando llegara a Lima, lo que ocurrió en las siguientes semanas. Llevó leídas unas quince veces este libro, una de esas en voz alta ante mí mismo, y una época hablaba usando como referencias la tenacidad implacable del coronel que perdió 32 guerras, sufrió 14 atentados, tuvo 17 hijos en distintas mujeres que fueron asesinados en una misma noche y sobrevivió a un pelotón de fusilamiento y a un veneno en el café que hubiera matado a un caballo; o a Amaranta Buendía negándose a casarse y tejiendo su mortaja hasta el día de su muerte; o a Fernanda del Carpio en un monólogo interminable hasta sacudir al marido. Pero todo empezó ese día en la UNI.

Al final de la jornada Willy y yo, nos preguntábamos si hubiera sido de todas maneras necesaria la presencia de Vargas Llosa para hacer preguntas que quizás García Márquez no requería para hablar como lo hizo. Pero ahí recordamos que  habíamos ido motivados por nuestro ídolo peruano, que era él quién nos había llevado a conocer al colombiano exagerado y el que había tenido la sencillez de ponerse en segundo plano para que apreciáramos el monstruo que teníamos delante. Ya sabemos que años después Mario y Gabo se pelearon y que Vargas Llosa cambió sus ideas y el mundo dio muchas vueltas. Pero a mí me queda una profunda gratitud por lo que pasó en aquella conversación inolvidable.   

02.02.14

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