domingo, mayo 11, 2014

Hablaré de mi madre parareferirme a todas ellas

No se me ocurre otra manera de expresar mi homenaje a las mujeres que son madres, que contar algunos recuerdos sobre la mía.

No fui hijo de un telegrafista pobre de provincias, sino de un empleado de la empresa de telefonía de Lima que un día recibió en la Central Telefónica del Callao en la que estaba cumpliendo un domingo de solitaria guardia, la visita de un amigo que llegó acompañado de cuatro hermanas a las que había llevado a visitar el puerto y a las que quería mostrar las nuevas tecnologías de las comunicaciones automáticas. La visita fue breve. Pero al retirarse y abordar el tranvía que lo llevaría de retorno a Lima, el que años después sería mi padre se sorprendió de hallarse con el mismo grupo al que había atendido unas horas antes. Y terminó sentado al lado de la que después sería mi madre.

Así empezó una historia de amor que duró casi cuarenta años y al que debemos la existencia yo y mis dos hermanos. Bueno, sin contar a los nietos y bisnieta. Mi madre vivía en su época de soltera, en la segunda cuadra del jirón Arequipa (hoy Emancipación), a corta distancia de la Plaza Unión (hoy Plaza Castilla), y para ingresar a su casa había que atravesar un gran portón y caminar por una ancha entrada con piso de tierra que llevaba hacia una fábrica de vidrio que se ubicaba al fondo del solar. Sobre la mano derecha del corredor estaba la casa de mis abuelos Fresco-Evans, y sobre la izquierda las de los Pita-Fresco, sus parientes. Contaba mi padre que al pasar el portón lo que hacía era silbar la melodía de la película “estás en mi corazón”, para anunciar su llegada. Carlos y Elena tuvieron un romance de varios años y luego que se casaron se tomaron otro tanto hasta tener su primer hijo.

Mi padre era metódico para todas las cosas. De ahí que la distancia que mantengo con Hugo es cuatro años y de este con Christian es de cinco años. Precisamente el recuerdo más antiguo que guardo en la memoria es de la vez en que crucé una pista del Callao donde los carros pasaban a gran velocidad, de la mano de mi padre para ir a ver a mi hermanito recién nacido en el Hospital Daniel Carrión. Era el año 1953. Mi madre me recibió con el peladito en sus brazos, mientras don Carlos reconocía que no había preparado nombres de hombre para la circunstancia. La escena la volvería a vivir años después y fue aún más difícil encontrar un nombre de varón para reemplazar la lista de nombres femeninos que mis padres habían armado seguros que por fin tendrían la mujercita esperada que nunca vino. Fue en ese momento que me preguntaron de improviso: ¿y cómo se llama ese tu amigo del colegio? Y ahora mi hermano se llama Christian por esa ocurrencia.

Toda mi infancia me interrogué por el extraordinario contraste en las reacciones de mis padres ante las mismas situaciones. Los problemas lo desmoronaban a él y hacían emerger a ella. En cualquier reunión social mi padre se apoderaba de la conversación, del baile y de todo lo que estuviera a su alcance con el mayor estruendo, mientras mi mamá guardaba silencio discretos como si quisiera no ser notada. Con el viejo se podía conversar de política, historia o literatura, en una mesa en la que mi mamá solo intervenía si tenía que informar algo como un encargo o alguna advertencia sobre lo que estábamos comiendo. Pero doña Elena era la única capaz de escuchar nuestras confesiones sobre las cosas más íntimas: ilusiones, decepciones, errores, que ella entendía y le servía para orientarnos. Guardaba secretos que ella misma había elevado a esa categoría, asumiendo que si una chica me llamaba por teléfono varias veces era porque se trataba de su “futura hija política”. Tenía una manera especial de minimizar los problemas diciendo estas cosas pasan. Cuando supe que un tío estaba para morirse me dijo: “todos tenemos que morirnos”. Y yo me llené de miedo con su respuesta.

Cuando mi padre se fue de este mundo, casi de un momento a otro, los hermanos Wiener descubrimos casi de inmediato, que la mujer que era nuestra madre y confidente, era mucho más conversadora de lo que pensábamos, cuando la teníamos por tímida y recatada; que era también una lectora empedernida que se encerraba a devorar libros de la mejor literatura, de lo que tampoco habíamos tomado nota; y, lo mejor de todo, que siempre estaba al día con las noticias y podía opinar sobre lo que estaba sucediendo. Le diagnosticaron la diabetes cuando estaba sobre los 36 años, y yo tenía 13 años. Mi padre, fiel a sí mismo, me habló como si súbitamente tuviera que volverme adulto, para advertirme que si algo le pasaba a mi mamá, él no sobreviviría. Claro que me espanté de la perspectiva. Pero doña Elena iba a vivir cuatro décadas desde esa revelación y en 1984 enterraría a don Carlos, también en su estilo, sin derramar una gota de lágrima. Tuvimos que esperar hasta la navidad de ese mismo año para verla reventar de dolor en su nueva condición, cuando ya tenía nueve meses de viuda.

A mediados de los 90, se aceleró la perdida de visión que la venía afectando desde hacía años. Y ahí empezó su última gran lucha. Quería volver a ver, a leer, mirar el rostro de sus nietas y de su nieto. Y por más que tratamos de convencerla de que tenía que adecuarse a su nueva situación, nunca se resignó a ser una ciega. Ella que había sido fuerte con todas las debilidades físicas y emocionales que la rodeaban, no quiso reorganizar su vida a las prohibiciones de la enfermedad. Fue sometida a sucesivas operaciones que se hacían con la esperanza de recuperar uno de los ojos afectados y de darle un poco de visión.  Todas fallaron. No llevé la cuenta pero me parece que fueron un montón. Creo que estos fracasos la deprimieron más de lo que estaba. Hacia el final, le había entrado una curiosa rebeldía hacia su destino. Cuando podía se comía un dulce que rompía su dieta y decía que si no podía ver por lo menos lo que haría era comer.

Sus últimos días fueron una extraña batalla por lograr que la internaran en el Hospital Rebagliati para que la trataran de una extraordinaria subida de la glucosa. Estaba estacionada varios días en una sala se emergencia atestada de pacientes que esperaban su propio internamiento en el enorme hospital desbordado para responder a la demanda. Hacíamos guardia día y noche, siguiendo su estado de salud. El día 6 de agosto estuve haciendo gestiones hasta que logramos los contactos necesarios para su hospitalización. Encargaron a un funcionario para que hiciera los trámites. Cuando llegó a su cama, hacía muy pocos minutos que había tenido un ataque al corazón.

Llamaron a  mi hermano menor que estaba haciendo la guardia para darle la noticia, el que se comunicó conmigo pidiéndome simplemente que fuera al Hospital. La segunda llamada fue del encargado de la hospitalización que me habló como si yo ya supiera lo que había pasado: cuánto lo siento que mis gestiones hayan resultado tan tardías. Esa fue la manera como me enteré que ya nunca más le podría contar mis problemas.  

11.05.14

1 comentario:

Anónimo dijo...

El Día de las madres se celebra en diferentes fechas en todos los países del mundo. Hoy en nuestro país.

Me alegra leer que don Raúl fue el hijo de un matrimonio feliz, que tuvo padres amorosos ejemplares.
Muy bueno, Raúl.

Ambrosio